Yo
me imagino el Cielo como un domingo en familia, con la mesa servida y los
rostros llenos de sonrisas, con el alma quieta y el corazón en paz.
Yo
me imagino el Cielo como un amanecer en los andes, sintiendo el rocío en las
mejillas, contemplando las hojas verdes y respirando profundamente.
Yo
me imagino el Cielo como un sábado en la tarde, jugando en la parroquia,
cantando con amigos, rezando a nuestra Madre, adorando a nuestro Dios.
Yo
me imagino el Cielo como el “Sí acepto” delante del altar, comprometiendo mi
camino a la eternidad junto al hombre que me sostiene y acompaña.
Yo
me imagino el Cielo como los ojos de mi hijo, chispeantes, inocentes, serenos, alegres.
Yo
me imagino el Cielo como la sonrisa de mi hija, pura, hermosa, genuina,
reconfortante, llena de paz.
Yo
me imagino el Cielo como el ronroneo de mi gata, desinteresado, cariñoso,
libre, honesto.
Yo
me imagino el Cielo como el amor de mamá y papá, único, valiente, eterno,
contra todo y sin reserva.
Yo
me imagino el Cielo como las conversaciones con amigos, profundas, divertidas,
sin sentido, entrañables, misteriosas.
Yo
me imagino el Cielo como un momento de asombro ante los logros más sencillos,
el pastel bien horneado, el problema de matemática resuelto, el partido de
fútbol ganado.
Yo
me imagino el Cielo como el momento exacto en que pude traer al mundo una nueva
vida, sentir el primer llanto, ver por primera vez sus ojos, sentir su cuerpo
pequeño, apreciar su olor a cielo.
Yo
me imagino el Cielo como los momentos de profunda conexión con Dios, tras una
confesión bien hecha, una Eucaristía puramente recibida, una meditación bien
trabajada o una adoración silenciosa.
Yo
me imagino el Cielo como el silencio perfecto al contemplar un paisaje hermoso,
que elimina palabras y transmite sensaciones poco describibles.
Yo me imagino el Cielo como un ininterrumpido mirar
a los ojos a alguien que te ama con pureza, perdiéndote en esa mirada y a la
vez encontrándote en ella, experimentando el ser amado y el amar como LA
VERDAD, tu Verdad.
Yo me imagino el Cielo como aquellas Misas
entrañables donde Su Presencia es tan potente que te abruma, donde sientes que
el Cordero está allí, vivo y vivificante, y que todo, de pronto, se vuelve
claro.
Imaginar el Cielo como todas las alegrías de este
mundo, multiplicadas al infinito, no nos da siquiera una pequeña idea de lo que
«ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino al corazón del hombre… aquello que Dios
tiene preparado para aquellos que le aman».
Imagínate el Cielo, y vas a descubrir que vale la
pena ser fiel, cueste lo que cueste.
YMG
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