Te
veo a diario, pero pocas veces me detengo a observarte. Días atrás, estuve
encerrada en una pesadilla en la que te perdía, y aunque fue muy dolorosa,
agradecí haberla recibido, pues pude experimentar lo que significaría tu
ausencia.
A
menudo pongo mis afectos en cosas vanas, alimento tristezas insensatas, riego
pensamientos confusos y me olvido de lo verdadera y únicamente importante; amar
como tú lo haces. No pretendo elevarte a la perfección o eliminar tus faltas,
las padeces, pero en estas líneas te contaré más bien, cuánto aprendo de ti y
de tu forma de amar.
Un
amor alejado de las cartas románticas o las conversaciones encantadas, un amor alejado
de las palabras endulzadas o los abrazos sofocantes; más bien un amor
auténtico. El que hace por mí, lo que yo no hago por ti. El amor que me protege
y me fortalece, que me enseña a no quejarme en los días malos, y ser prudente
en los días buenos. Ese amor que me escucha y me complace, ese amor que me sostiene
y me conforta, ese amor que no se cansa y me rescata de mis innumerables
tormentas. Ese amor que me espera, me comprende, me perdona, y me acepta.
Amar
es una tarea difícil, exige sacrificio, paciencia, renuncia, dolor, perdón; y
yo confío en que si Dios te puso junto a mí, es porque Él nunca se deja ganar
en generosidad.
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