Hace algunos días me pregunto
en qué consiste realmente ser libre. Cuando infante la libertad será escapar
del corral en el que nos encierra mamá o saltar la cuna para desordenar todo lo que
aparece en nuestro camino. Cuando niño la libertad será ir al parque cuántas
veces queramos, jugar hasta el amanecer, hacer tareas escolares sólo cuando
apetezca y faltar a clases al pequeño dolor. Cuando adolescente la libertad
consistirá en asistir a todas las fiestas posibles, tener enamorad@ sin
supervisión y no estar obligado a estudiar día tras día, año tras año, tan sólo
para ser “alguien” en este mundo competitivo. Cuando adulto, el trabajo, los
hijos, las deudas, los miedos y las responsabilidades nos hacen cada vez menos
libres. ¿Podemos ver de forma tan pesimista la vida? Ser libre no es tan
complicado como parece, la libertad no debiera expresarse en las cosas
materiales, a las que si bien estamos atados por nuestra presencia en el mundo,
corresponde “trascender”. Evitar que lo material termine por atarme,
desprenderme de la riqueza, las ansias de poder, fama y reconocimiento,
despojarme de mis pasiones que me atan, mis vicios, defectos, miedos, rencores.
La verdadera esclavitud del hombre está en la imposibilidad de este de
abstraerse de las cosas del mundo al que no pertenece, nuestra inmortalidad nos
hace totalmente contingentes, hoy estamos y quizá mañana ya no estaremos más.
Es precisamente esta contingencia la que nos recuerda que no pertenecemos a
este mundo material, que nuestra historia en el planeta tierra es limitada, que
vivimos con la certeza absoluta que un día habrá una tumba que lleve nuestro
nombre. Por tanto, ¿Qué mejor opción ante ello, que aprovechar al máximo
nuestra posibilidad de libertad verdadera? Si alguna vez me sentí realmente
libre, fue cuando encontré un hermoso equilibrio que me otorgó paz con Dios,
conmigo misma y con quienes me rodean. Cuando me liberé de mis ansias,
inseguridades y miedos. En aquel momento descubrí que bailar de noche, esperar
un mensaje del “amor de mi vida”, ver series por varias horas seguidas sin
remordimiento ni cansancio, dormir por largas horas, viajar o meditar en
silencio; todo ello frente a la imposibilidad de hoy de hacerlo no me ha
quitado libertad. Sino más bien me ha demostrado que aún en mi nueva vida
agitada, cansada, rutinaria y llena de responsabilidades puedo sentirme libre.
Libre de amar a quien decido amar, libre de equivocarme y levantarme, libre de
creer en Dios y defenderlo, libre de decir NO si quiero hacerlo y libre de
luchar por todos mis sueños con la ilusión que los lograré. Porque en 28 años
he aprendido un poquito, que NADA ni NADIE otorga felicidad, que en este mundo
de sensaciones, afectos, personas y cosas pasajeras, no conviene atarse porque
el desapego puede doler mucho cuando corresponda.
La vida es así, un constante
pensar y pensar cómo se hace para VIVIR y no SOBREVIVIR.
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