La
sociedad nos tiene acostumbrados a valorar a las personas por cómo se ven. Si
hablamos de mujeres, existen ciertos estereotipos que permiten discriminar a
las bonitas de las no bonitas. Si el color de tu piel tiende un poco más a cierta
ascendencia española habrán mayores probabilidades que seas contratado en un
trabajo, sobretodo de atención al público, y es que “La pinta vende” – eso dicen.
Si tuviste la suerte de nacer en cuna de oro, o incluso de plata, será mucho
más sencillo ganarte un lugar en el mundo laboral, quizá no tengas que “pagar
piso” como sí le costará a alguno que tenga un apellido más autóctono que el tuyo.
Y es que los peruanos somos así, una mezcla de culturas que aunque trajo
elementos positivos, nos dio un problema increíblemente peligroso, y que incluso
después de 200 años de independencia del dominio español nos sigue cubriendo
como una sombra sucia que nos hace peores personas. Y esa sombra es la
discriminación destructiva. ¿Y por qué le agrego el adjetivo destructivo a la
discriminación? Y es que discriminar, en sí mismo no es un acto malo; pues
vivimos discriminando lo que nos gusta de lo que no, escogiendo un helado de
fresa en lugar de uno de chocolate, o un enamorado alto en lugar de uno bajo. La discriminación acompañada del odio, es la
que destruye. ¿Y cómo así? Que a mí me guste más un helado de fresa, no
significa que el helado de chocolate sea feo y que tenga que emprender una
campaña de odio en contra del horrible helado de chocolate. Que yo crea en Dios, no significa que el que
no cree deba ser odiado ni por mí ni por nadie. Es decir, todo aquel que piensa
distinto a mí debe ser tan respetado como yo debo serlo por pensar distinto a
él.
Uno
de los grandes problemas del mundo de hoy, expresado en ataques terroristas,
bullying escolar, violencia intrafamiliar, mobbing laboral, entre otras
expresiones de odio; es haber perdido la capacidad de respetar, comprender y
tolerar que el mundo está lleno de personas distintas a como somos nosotros. Y
distintas en todos los planos, con otro color de piel, otro nivel educativo,
otras creencias religiosas, otras costumbres diarias entre muchas más de miles
de diferencias. Y eso debemos aprender a aceptarlo. Somos libres de pensar y
ser diferentes; pero no somos libres de odiar porque el otro sea diferente.
¡Vamos!
Hagamos un esfuerzo y un ejercicio de diario de ACEPTACIÓN Y TOLERANCIA.
Aceptar
que las diferencias exteriores no nos
hacen mejores ni peores, que la persona vale en sí misma por el único hecho de
ser persona. Que no se es más persona por tener una magnífica propiedad en el
mejor distrito de la capital del Perú, o se es menos por tener una pequeña
habitación de adobe en el distrito más pobre de Huancavelica. Tolerar
que aunque el otro piense distinto a mí, y quizá dicho pensamiento sea hasta
objetivamente ofensivo a mi pensamiento, tiene tanto derecho como yo a ser
respetado.
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