4/12/17

Volver....

 
Me desperté luego de haber llorado hasta que mis ojos perdieron todas las lágrimas que podían albergar. Me desperté pero no quise abrir los ojos porque abrirlos implicaría volver a la realidad que odié la noche anterior. Traté intensamente de volver a conciliar el sueño y perderme en mis pesadillas, fue en vano. Sin embargo, lo que me esperaba tras ese intento fallido, era perfecto para dejar perplejo a cualquiera.
Horas antes me encontraba sentada en la sala del departamento  llamando desesperadamente entre lágrimas a Fernando, mi esposo. El hombre con el que soñé tener una familia para siempre. Y esas lágrimas abundantes y esa rabia que salía a borbotones por mis poros, respondía a la imagen que acababa de recibir. En esta pude ver a Fernando de la mano con una mujer en la puerta de un hotel. Imagen fulminante para una mujer enamorada, quizá no enamorada pero sí confiada, estable, comprometida. Fernando no me atendía y eso confirmaba más la presunción que me estaba engañando. Insistí mil veces, tantas que no puedo recordar, tenía la esperanza que deje la actividad que lo ocupaba y atienda a su esposa que lo llamaba para despertarlo de la ilusión que lo estaba embriagando. De pronto, y no sé en qué momento exacto, atendió mi llamada.  Un simple hola, me dejó enmudecida. Al no escuchar respuesta sólo atinó a decirme que aquella noche no llegaría a dormir porque tenía mucho trabajo. Entre lágrimas, ya no de tristeza, sino de decepción profunda le dije: “Divorciémonos” a lo que contestó “Hagámoslo”.
El mundo cayó y con ello mis ganas de despertar. Pero estaba aquí, obligada a abrir los ojos, los rayos del sol me gritaban que los abra. Y cuando lo hice me encontré con una escena indescriptible. Mi madre al pie de mi cama, sonriendo. Y esto es increíble porque mi madre había partido al cielo, su lugar desde siempre, hace cuatro años. La miré, la abracé, me aferré, para no despertarme, porque eso sólo podía ser un sueño. Y aquí está la parte más inaudita de esta historia, mi madre era real, no se desvanecía, me hablaba, la escuchaba, me miraba a los ojos. Salté de la cama de un brinco y al verme al espejo quedé pasmada al descubrirme veinte años más joven. ¿Qué podía significar todo esto? ¿Qué clase de jugarreta me estaba planteando la vida? ¿En qué momento me despertaría de este sueño o pesadilla? Los minutos pasaban y todo permanecía igual, mi mamá me llamaba desde la cocina para tomar desayuno. Salí al instante, la abracé de nuevo, la contemplé y agradecí  este regalo del cielo, este regalo que me regresó junto a mi madre, que me alejó de Fernando, que eliminó la horrible vida que llevaba junto a él.
Aún confundida desayuné. Mi madre preguntó qué estaba esperando para embarcarme a la Universidad. En ese instante comprendí que el tiempo había retrocedido, que no era un sueño, que no era un regalo, sino sólo una nueva oportunidad de empezar. Llegué a la Universidad, conocía el camino. Empecé a vivir de nuevo cada sonrisa con mis amigas, cada curso que me costó aprobar, cada desánimo. Y como era de suponerse una tarde nublada y con el ambiente húmedo preparado para recibir las gotas del cielo, me crucé con Fernando, llevaba la misma polera negra que cuando lo conocí hace 20 años. La misma mochila azul y los mismos jeans arrugados. Nos vimos a los ojos con la misma sorpresa, ambos sabíamos que el tiempo había retrocedido, y que lo que menos queríamos era cruzar nuevamente nuestros caminos. Pasamos de largo uno junto al otro. Olvidamos todo el amor que existió, todas las promesas y planes. Decidimos renunciar a todo ese camino que habíamos andado juntos.
Este viaje en el tiempo, era tan sólo eso, un viaje. Y todos los viajes tienen una fecha de fin, un momento en que se acaba y debes volver. Y volví, y volvimos. Abrí los ojos obligada por los rayos del sol, ya no estaba mamá a los pies de mi cama, mi piel tenía menos frescura, mi cabello era menos brillante. Pero estaba Fernando, a mi lado. Eso no pudo cambiar, Fernando era mi destino, un destino escrito que aunque trabajes por cambiar el camino te llevará al mismo lugar. El viaje no fue en vano, me permitió valorar la compañía de mis padres, la alegría de compartir con los amigos universitarios, lo preciosa que es la juventud que te permite ser libre y volar cada vez que pierdes el centro. Ese viaje me permitió enamorarme nuevamente, de mí de Fernando, descubrir qué había perdido desde que nos casamos. Encontré la verdadera respuesta a esa foto malintencionada que me llegó aquella noche. Reconocí que Fernando, también sufría, también tenía frustraciones, también necesitaba mis silencios cómplices. Aprendí que no debemos adelantar juicios sin escuchar, y por sobretodo aprendí a valorar cada segundo de vida.
El regalo de esta historia no lo recibiremos jamás, pero me ayudó mucho a comprender la importancia de vivir el presente, de decir todos los te amo que hagan falta para que los demás sepan realmente cuánto los amamos y cuán importantes son para nosotros. Me enseñó que el matrimonio no es un juego de niños, ni un plato que se bota cuando se quiebra. Hace falta ser valiente para salir adelante ante el dolor que todo matrimonio trae consigo, porque los finales felices en la convivencia conyugal no existen. Hace falta reinventarse cada día, decidir amar cada mañana al despertar, perdonar las ofensas antes de colocar la cabeza en la almohada.
 

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