Me desperté luego de
haber llorado hasta que mis ojos perdieron todas las lágrimas que podían albergar.
Me desperté pero no quise abrir los ojos porque abrirlos implicaría volver a la
realidad que odié la noche anterior. Traté intensamente de volver a conciliar
el sueño y perderme en mis pesadillas, fue en vano. Sin embargo, lo que me
esperaba tras ese intento fallido, era perfecto para dejar perplejo a
cualquiera.
Horas antes me
encontraba sentada en la sala del departamento llamando desesperadamente entre lágrimas a
Fernando, mi esposo. El hombre con el que soñé tener una familia para siempre.
Y esas lágrimas abundantes y esa rabia que salía a borbotones por mis poros,
respondía a la imagen que acababa de recibir. En esta pude ver a Fernando de la
mano con una mujer en la puerta de un hotel. Imagen fulminante para una mujer
enamorada, quizá no enamorada pero sí confiada, estable, comprometida. Fernando
no me atendía y eso confirmaba más la presunción que me estaba engañando.
Insistí mil veces, tantas que no puedo recordar, tenía la esperanza que deje la
actividad que lo ocupaba y atienda a su esposa que lo llamaba para despertarlo
de la ilusión que lo estaba embriagando. De pronto, y no sé en qué momento
exacto, atendió mi llamada. Un simple
hola, me dejó enmudecida. Al no escuchar respuesta sólo atinó a decirme que
aquella noche no llegaría a dormir porque tenía mucho trabajo. Entre lágrimas,
ya no de tristeza, sino de decepción profunda le dije: “Divorciémonos” a lo que
contestó “Hagámoslo”.
El mundo cayó y con
ello mis ganas de despertar. Pero estaba aquí, obligada a abrir los ojos, los
rayos del sol me gritaban que los abra. Y cuando lo hice me encontré con una
escena indescriptible. Mi madre al pie de mi cama, sonriendo. Y esto es
increíble porque mi madre había partido al cielo, su lugar desde siempre, hace
cuatro años. La miré, la abracé, me aferré, para no despertarme, porque eso
sólo podía ser un sueño. Y aquí está la parte más inaudita de esta historia, mi
madre era real, no se desvanecía, me hablaba, la escuchaba, me miraba a los
ojos. Salté de la cama de un brinco y al verme al espejo quedé pasmada al
descubrirme veinte años más joven. ¿Qué podía significar todo esto? ¿Qué clase
de jugarreta me estaba planteando la vida? ¿En qué momento me despertaría de
este sueño o pesadilla? Los minutos pasaban y todo permanecía igual, mi mamá me
llamaba desde la cocina para tomar desayuno. Salí al instante, la abracé de
nuevo, la contemplé y agradecí este
regalo del cielo, este regalo que me regresó junto a mi madre, que me alejó de Fernando,
que eliminó la horrible vida que llevaba junto a él.
Aún confundida
desayuné. Mi madre preguntó qué estaba esperando para embarcarme a la
Universidad. En ese instante comprendí que el tiempo había retrocedido, que no
era un sueño, que no era un regalo, sino sólo una nueva oportunidad de empezar.
Llegué a la Universidad, conocía el camino. Empecé a vivir de nuevo cada
sonrisa con mis amigas, cada curso que me costó aprobar, cada desánimo. Y como
era de suponerse una tarde nublada y con el ambiente húmedo preparado para
recibir las gotas del cielo, me crucé con Fernando, llevaba la misma polera
negra que cuando lo conocí hace 20 años. La misma mochila azul y los mismos
jeans arrugados. Nos vimos a los ojos con la misma sorpresa, ambos sabíamos que
el tiempo había retrocedido, y que lo que menos queríamos era cruzar nuevamente
nuestros caminos. Pasamos de largo uno junto al otro. Olvidamos todo el amor
que existió, todas las promesas y planes. Decidimos renunciar a todo ese camino
que habíamos andado juntos.
Este viaje en el
tiempo, era tan sólo eso, un viaje. Y todos los viajes tienen una fecha de fin,
un momento en que se acaba y debes volver. Y volví, y volvimos. Abrí los ojos
obligada por los rayos del sol, ya no estaba mamá a los pies de mi cama, mi
piel tenía menos frescura, mi cabello era menos brillante. Pero estaba Fernando,
a mi lado. Eso no pudo cambiar, Fernando era mi destino, un destino escrito que
aunque trabajes por cambiar el camino te llevará al mismo lugar. El viaje no
fue en vano, me permitió valorar la compañía de mis padres, la alegría de
compartir con los amigos universitarios, lo preciosa que es la juventud que te
permite ser libre y volar cada vez que pierdes el centro. Ese viaje me permitió
enamorarme nuevamente, de mí de Fernando, descubrir qué había perdido desde que
nos casamos. Encontré la verdadera respuesta a esa foto malintencionada que me
llegó aquella noche. Reconocí que Fernando, también sufría, también tenía
frustraciones, también necesitaba mis silencios cómplices. Aprendí que no
debemos adelantar juicios sin escuchar, y por sobretodo aprendí a valorar cada
segundo de vida.
El regalo de esta
historia no lo recibiremos jamás, pero me ayudó mucho a comprender la
importancia de vivir el presente, de decir todos los te amo que hagan falta
para que los demás sepan realmente cuánto los amamos y cuán importantes son
para nosotros. Me enseñó que el matrimonio no es un juego de niños, ni un plato
que se bota cuando se quiebra. Hace falta ser valiente para salir adelante ante
el dolor que todo matrimonio trae consigo, porque los finales felices en la
convivencia conyugal no existen. Hace falta reinventarse cada día, decidir amar
cada mañana al despertar, perdonar las ofensas antes de colocar la cabeza en la
almohada.
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